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May
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La princesa del país de la nieve

En el país de la nieve vivía una princesa. Era pequeña, tan solo tenía doce años. Vivía en un castillo blanco como el marfil, sola. Sus padres, el rey y la reina, parecía que habían muerto años atrás por una causa desconocida. La princesa pasaba los días ociosa, deambulando por las amplias salas del palacio, jugando ahora con los niños de las familias nobles, ahora con algunos de sus criados. Era feliz, aunque hubiera perdido a sus padres y aunque no tuviera hermanos ni hermanas. Aunque pudiera parecer de hielo –su pelo era blanco como la nieve, y siempre vestía de blanco– albergaba en su interior un calor y una compasión inusitados.

 

Un día alguien entró corriendo en la habitación en la que estaba la princesa, gritando que una gran ventisca se aproximaba. Los súbditos más desprotegidos van a pasarlo mal, pensó la princesa. Incluso puede que muchos de ellos mueran. Sin dudarlo saltó de la silla y salió corriendo de la sala. Sus criados y protectores más cercanos se miraron y se preguntaron: ¿no irá en dirección a la ventisca? Eso sería una locura. ¿Qué iba a hacer el reino si a ella le pasara algo? ¿Iban a dejar el gobierno del país de la nieve en manos del Senado y de sus interminables disputas e intrigas? Eso ni pensarlo. Salieron corriendo de inmediato detrás de ella, temiendo que sus sospechas fueran ciertas. Esperando poder alcanzarla antes de que fuera demasiado tarde.

 

Yo fui uno de los tres que salieron corriendo sin dudarlo. Los tres bajamos las escaleras y llegamos a la puerta del castillo. En el exterior hacía un frío horrible. Era cierto, una ventisca se aproximaba. Sin embargo, los tres pudimos sentir por el frío que atenazaba nuestros corazones que no se trataba de cualquier ventisca. Era una de esas raras tormentas invernales que si te alcanzan te matan: te congelan instantáneamente. Muertos de miedo nos adentramos en el bosque helado. Conforme avanzábamos empezamos a encontrarnos gente proveniente de las aldeas cercanas al castillo. Huían despavoridos aconsejando a la gente que no fuera en esa dirección ya que una ventisca se aproximaba congelándolo todo. Seguimos avanzando y el flujo de gente fue disminuyendo hasta tal punto que nos encontramos solos avanzando hacia la ventisca. Uno de los tres se paró y dijo: ‘Es demasiado tarde. Hay que volver. La ventisca está demasiado cerca’. Era cierto, podíamos oírla perfectamente, un leve silbido de blanca y dulce muerte. Yo no cejé en mi empeño y seguí avanzando, sin importarme lo que me puediera pasar. De repente vi a Rhydon en un lado del camino, parado, casi congelado. La princesa estaba detrás de él. ‘Menos mal que está a salvo princesa’, dije. Rhydon se volvió y me hizo señas indicando que teníamos que salir de allí. Cuando nos disponíamos a huir, la princesa se paró en seco y dijo: ‘No podemos irnos, falta el tapón’. ‘Está ahí, en el suelo’, dije. La princesa, sin querer, le dio con el pie y el tapón, blanco, salió despedido y cayó rodando por un lado del camino. Rhydon y yo cogimos a la princesa cada uno de una mano y empezamos a descender por la ladera. Recogimos el tapón y corrimos todo lo rápido que pudimos. No sabemos cómo pero los tres llegamos al castillo. Era inexplicable, la ventisca debía habernos alzanzado pero no lo hizo. Es todo lo que podemos decir.

 

Pasado el tiempo, se celebró la coronación de la princesa. ‘Ya no es princesa, ahora es la reina del país de la nieve’, decía la gente. Ella entró en el castillo por la puerta principal. Fue ascenciendo poco a poco por las escaleras seguida por su séquito, entre los que yo me encontraba. En cada piso las salas estaban abarrotadas de gente vestida con sus mejores galas. Nobles y aldeanos, todos juntos, portando globos enormes de color azul oscuro, como el color del cielo cuando anuncia ventisca. Llegamos a la sala del Senado. Los miembros del Senado se apiñaban en las gradas, agrupados en distintas facciones. De azul, a la izquierda, los miembros que estaban a favor de la Reina. A la derecha, con sus uniformes grises, rojos y negros llenos de esvásticas, los reaccionarios contrarios a ella. La futura reina entró despacio y, sin miedo, dijo:

 

– Señores del Senado, ahora yo soy la reina. Yo soy la autoridad en el país de la nieve, y ustedes van a hacer lo que yo diga.

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