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Convivir con extrañas: ¿Una forma de vida?

Vivir entre personas que no piensan como nosotros es duro. Las diferencias sociales y culturales a menudo crean disonancias que son difíciles de superar en muchas ocasiones. Es mucho más sencillo rodearse de personas que tienen la misma cultura o religión, el mismo estatus económico, las mismas creencias políticas o, incluso, si me apuras, los mismos gustos musicales o cinematográficos. Si coincidimos no sola en una de estas cosas sino en varias de la lista, podemos mantener casi a cero las disonancias en nuestras interacciones sociales. La homofilia, nombre técnico con el que se conoce esta forma de relacionarse socialmente, es una de las ideas centrales para entender algunas características de las sociedades actuales.

¿Es la homofilia algo que debemos evitar en toda ocasión? Ciertamente no. La homofilia puede ser deseable en ciertos contextos. Por ejemplo, ha ayudado a muchos grupos minoritarios a desarrollar espacios donde no solo sentirse seguros para dar voz a sus pensamientos, sino también espacios donde poder interpretar sus experiencias vitales y conceptualizar de este modo parte de sus mismas identidades. Cass R. Sunstein, en su libro #Republic: Divided Democracy in the Age of Social Media, pone como ejemplo “el movimiento por los derechos civiles, el movimiento contra la esclavitud, el movimiento por los derechos de las personas con discapacidad, el movimiento por la igualdad entre hombres y mujeres y el movimiento por el matrimonio entre personas del mismo sexo.” (Sunstein 2017: 86).

Sin embargo, la homofilia también puede generar problemas. Primero, puede unificar la información disponible en un grupo de tal manera que esta sea cada vez menos diversa, cada vez más uniforme. Esto es un problema porque la existencia de información de diversa índole supone un beneficio social, un beneficio común. Cuanto más diversa y variada sea la información que poseamos, más probable es que nuestros puntos de vista y opiniones estén menos sesgadas. Segundo, cuando nos relacionamos exclusiva o casi exclusivamente con personas de pensamiento afín, corremos el riesgo de no poder detectar y corregir nuestros prejuicios. Miranda Fricker, en su libro Injusticia Epistémica, señala que la “simple familiaridad” es un buen antídoto para detectar y corregir los prejuicios:

La simple familiaridad personal puede diluir los prejuicios que oponen un obstáculo inicial para la realización de un juicio de credibilidad no prejuicioso [es decir, considerar a alguien como sujeto de conocimiento, pertenezca al grupo al que pertenezca]: un énfasis cargado socialmente en un principio se normaliza con la acomodación; un estilo de conversación socialmente desconocido se vuelve familiar; el color de la piel de alguien pasa a ser irrelevante; su sexo deja de influir; su edad se olvida. (Fricker 2017: 162).

Es decir, la familiaridad con personas que no son como nosotras, que no piensan como nosotras, puede ayudar a que nuestros prejuicios no afecten a las consideraciones que de ellas hacemos, por ejemplo, como sujetos de conocimiento. Esta familiaridad se genera relacionándonos directa y personalmente con ellas, conviviendo con extraños, podríamos decir. Después de un tiempo de experimentar los choques generados por las diferencias sociales y culturales, una forma peculiar de hablar, una forma concreta de comunicar algo, o simplemente esas cosas tan extrañas que comen, dejan de afectar de manera negativa a los juicios que hacemos de dichas personas. Con ello no solo se gana una familiaridad personal, sino también los mecanismos para considerar a las personas sin mediación de prejuicios. La simple familiaridad personal nos ha ayudado primero a visibilizar el prejuicio y, segundo, a superarlo. Con ello se ha abierto un nuevo horizonte de entendimiento y concordia, pero también un horizonte de futura e incansable vigilancia para detectar prejuicios residuales o posibles prejuicios adquiridos en el futuro.

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