Exilio en la Segunda Barca de Caronte
Estaba sentado en la cama de mi estrecha habitación, una habitación decorada con las más finas telas. Bordados a todo color unidos con inmensas cantidades de hilo de oro se extendían por cortinas, edredones y cojines. Sentado en la cama pensaba en las cosas necesarias, más bien indispensables, que tenía que coger. Cuando el tiempo aprieta, pensar con claridad resulta casi imposible. ¿Qué iba a necesitar seguro? ¿Qué podía dejar aquí? No lo sabía y tampoco quería pensar en eso ahora. Sin embargo, era necesario hacerlo. Cuando perteneces a una familia noble que vive en palacio, los complots para asesinar a todos tus familiares y allegados están a la orden del día. Siempre hay alguna otra familia con menor influencia sobre la familia real que está pensando en ocupar tu lugar. Por eso teníamos que huir esa misma noche, en ese preciso momento. De repente entró mi padre y, al ver que aún no tenía mis cosas preparadas, empezó a decirme a gritos que no había tiempo. Le contesté que ya lo sabía, que no se preocupara, que solo necesitaba un par de minutos y nos podríamos ir.
Escondidos entre la maleza, mi padre, mi madre, mi hermana pequeña y yo, vigilábamos el embarcadero a la espera de que Caronte con su barca hiciera su aparición y pudiera llevarnos río abajo. Oímos un ruido que se acercaba. Nos escondimos más profundamente en la maleza, casi perdiendo de vista el embarcadero. Recuerdo que pensé: ‘Espero que no pase la barca justo ahora. Sería una catástrofe. No podríamos irnos hasta mañana porque la próxima barca es la última.’ El ruido se hizo más nítido. Eran unas personas que iban riendo camino a palacio. Aunque el embarcadero era un sitio bastante seguro –estaba suficientemente alejado del palacio como para que casi nadie pasara por allí– la tensión de la espera empezaba a pasarnos factura. Cuando la gente se alejó, nos acercamos de nuevo a la linde del bosque para ver bien. En ese preciso momento, vimos a Caronte y a su barca subir río arriba. ‘En nada estará aquí’, dijo mi padre. Era cierto, Caronte subiría hasta el palacio, allí giraría y en unos pocos minutos pasaría por delante del embarcadero. Si no había nadie esperando pasaría de largo y nuestra oportunidad de escapar esa misma noche se esfumaría. De ninguna manera podíamos dejar escapar esa oportunidad. Era posible que no sobreviviéramos a esa noche. Aseguramos las pocas cosas que llevábamos encima para estar preparados, y entonces vimos cómo una barca descendía por el río rumbo al embarcadero. Era imposible que fuera la barca que habíamos visto subir hacía un momento. ¿Una segunda barca de Caronte? Extraño, todo el mundo sabía que solo había una. Sin embargo, ahí estaba, descendiendo lentamente y ofreciéndonos una posibilidad de oro para escapar. Miramos a ambos lados, no vimos a nadie cerca, así que salimos de nuestro escondite y nos acercamos al embarcadero para que Caronte –o quizá otro Caronte– nos viera y se detuviera. Cuando llegó a nuestra altura detuvo la barca, nos subimos y sin mediar palabra empujó la barca río abajo con su pértiga.
En la barca no cabíamos bien los cuatro pero no nos importaba, estábamos escapando. Aunque no había nadie más aparte de nosotros cuatro y Caronte –o quizá otro Caronte–, algo que agradecimos profundamente, con las pertenencias de los cuatro el espacio era mínimo. De repente sentí que había olvidado mi mochila, y empecé a buscarla frenéticamente. No podía encontrarla. El mundo se me vino encima. Dentro estaba mi MacBook, algo que iba a necesitar en los días venideros. Rebusqué entre las cosas apiladas que había en la barca y debajo de toda la maraña de mochilas, fardos y prendas de abrigo la encontré. La sensación de alivio fue enorme. El resto del viaje fue muy tranquilo. Descendimos el río lentamente pero sin contratiempo alguno. Pasado un tiempo vislumbramos el obelisco de la Plaza Europa, y entonces supimos que estábamos cerca de nuestro destino.