Los 7 Pecados de Gea: Cap.s V, VI y VII
Partes 6, 7 y 8 de 8 (véase 5 de 8 aquí)
Capítulo V: Tara
Tara fue contemporánea de Velda, y aunque su tierra era más cálida, no era tan próspera como España. Tara vivía en las colinas de Toscania, en Italia, donde los bosques cubrían todo excepto las montañas más altas. La comida escaseaba, los animales de la tundra no vivían allí y solo podían cazar ciervos y jabalíes en los bosques. Era una labor difícil y peligrosa. La falta de alimento les obligaba a estar en continuo movimiento y limitaba el número de miembros de la horda, a la vez que su desarrollo artístico y social.
La madre de Tara murió cuando ella tenía diez años. Su tía se hizo cargo de ella y de su hermano pequeño y juntos iban todos los días a recolectar frutos en el bosque mientras su padre cazaba lo que podía. La caza de un ciervo era motivo de festejo para toda la horda, y Tara aprovechaba esas ocasiones para tocar una flauta que había hecho su madre con el hueso del ala de un cisne.
Siempre estaba deseando que llegara el invierno para pasarlo junto al mar. En otoño, descendían el valle del Arno hasta la costa, y Tara pasaba horas paseando por las anchas playas de arena recogiendo maderas flotantes y escogiendo conchas marinas que ensartaba más tarde en tiras de algas a modo de collar.
Tuvo la primera de sus dos hijas a los catorce años. Iba todos los días con la niña a la espalda a ver si el mar había traído algo nuevo. Hasta que un día tras una intensa tormenta encontró en la playa un tronco de árbol, largo y grande. Llevaba mucho tiempo en al agua, y los balanos cubrían una parte de él. Al día siguiente regresó con su padre, y entre los dos pudieron mover el pesado tronco. Lo ahuecaron arrancando las partes más blandas con un cuchillo de sílex. Otros miembros de la horda se unieron a ellos y decidieron echarlo al agua. El tronco flotaba sorprendentemente quedando la parte ahuecada en la superficie y los balanos por debajo. Comenzaron todos a tirar piedras desde la orilla al interior del tronco, pero por muchas piedras que tiraban el tronco seguía flotando. A Tara se le ocurrió que tal vez si se introducía dentro también aguantaría su peso a flote, y así fue. Incluso podía cambiar su dirección remando con las manos o con un trozo de madera plana. En principio todos lo consideraron como un juego. Se lo llevaron al campamento para que los miembros de las otras hordas pudiesen admirar su posesión, pero en realidad habían inventado la canoa. Más tarde descubrieron que podían llegar con ella a las islas cercanas y recorrer el río en busca de peces. Al final de la primavera la tuvieron que dejar en la playa ya que debían subir a las montañas para pasar el verano. Aquel otoño nació la segunda hija de Tara. Cuando volvieron a la costa en invierno, la canoa ya estaba un poco deteriorada, y los hombres comenzaron a construir canoas nuevas a pesar del esfuerzo que eso requería y de lo difícil que era conseguir troncos adecuados para ello. Cuando llegó la primavera de nuevo, Tara propuso a la horda quedarse junto al mar de forma permanente. No era necesario subir a las montañas en busca de comida puesto que el mar les proporcionaría todo lo que necesitaban, y también se podía cazar animales en las marismas. Cuando la caza escasease en un lugar podían trasladarse con las canoas a otro nuevo siguiendo la costa. Les pareció razonable, y decidieron intentarlo. Con el tiempo descubrieron islas cubiertas de mejillones de color azul acero, y otras donde podían cazar focas que acudían allí para reproducirse. La vida marítima era mucho más fácil y segura que las montañas y los bosques.
Lara tuvo un hijo más, y vivió para conocer a sus tres primeras nietas. Murió junto al mar. Su horda decidió enterrarla allí donde siempre había querido estar. Excavaron una tumba en las dunas de arena y depositaron su cadáver con las mejillas enrojecidas de ocre, como queriéndole devolver la vida. Alrededor de su cuello colocaron una docena de sartas con cientos de conchas perforadas, y las azules aguas del Mediterráneo bañaron sus restos hasta hacerlos desaparecer.
Capítulo VI: Katrine
Dos mil años después apareció katrine en la actual Venecia. En aquellos tiempos el mar Adriático estaba mucho más lejos que ahora. Su horda vivía en la llanura boscosa que se extendía desde la costa hasta los Alpes ocupando el valle del Po. Los bosques eran parecidos a los que Tara conoció pero mucho más extensos. El cálido clima de esas latitudes permitía su supervivencia, y la escasa población humana se repartía en hordas por la vasta llanura. Ellos estaban en la parte norte del bosque, y desde allí podían ver las empinadas laderas de los Alpes, sus picos nevados y sus enormes glaciares.
Era casi una adolescente cuando quedó embarazada. El verano anterior al parto la horda se trasladó a las montañas para cazar íbices y gamuzas. Su compañero era muy joven y falto de experiencia, desconocía los peligros de la caza en las alturas, y en una de las expediciones cayó por un precipicio y se mató. Katrine se iba a quedar sola con su hijo, y tal vez no podría volver a tener hijos nunca más. El parto tuvo lugar cuando volvieron a los bosques de nuevo. Era una niña preciosa pero su madre no podía sentir ningún afecto por ella. Sólo veía a su padre, al que había odiado tanto, reflejado en su pequeño rostro. Comenzó a buscar la compañía de otros hombres de la horda, y cuando destetó a su hija cuatro años más tarde, volvió a quedarse embarazada. Pero esta vez había tres posibles padres, y ella se negaba a identificar cuál de ellos era el responsable. Poco después Katrine tuvo su segunda hija. Ya era una mujer adulta y decidió tomar las riendas de su vida. No podía permitir que su padre y su hermano siguiesen manteniendo a su familia, y volvió a su trabajo en los bosques.
Sus vidas transcurrían sin cambios entre las montañas y el bosque, hasta que un día algo muy extraño sucedió. Una noche, mientras las niñas dormían a su lado, a Katrine le pareció ver una forma gris a la luz del fuego. Se movía furtivamente en el bosque, oculta en la densa oscuridad, y sus ojos no alcanzaban a distinguir lo que era, así que decidió acercarse un poco y permanecer un tiempo observando. No sabía lo que podía ser, el bosque albergaba muchos peligros nocturnos. Los linces y los osos eran muy frecuentes por esos lugares. Pero cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, reconoció a la criatura, era un lobo adulto. El animal la miraba fijamente desde su alejada posición, pero no parecía querer agredir a nadie. Los bosques estaban repletos de lobos, pero estos nunca se acercaban a los humanos, y mucho menos les atacaban. Acortó la distancia con cautela, y cuando ya estaba frente a él, este echó a correr perdiéndose entre los árboles. Esa noche no volvió a dejarse ver. Pero a la noche siguiente regresó, y continuó haciéndolo todas las noches. La horda ya era consciente de su presencia, y se miraban mutuamente en silencio y con expectación desde los extremos de la hoguera. Una noche, mientras asaban carne al fuego tras una fructífera cacería, el lobo apareció como de costumbre. Al padre de Katrine se le ocurrió la idea de alimentarle. Empuñando su lanza en una mano y con un pedazo de carne cruda en la otra se fue acercando lenta y sigilosamente al animal que se inquietaba por momentos. El hombre bajó su arma y se acercó con gesto amistoso hasta encontrarse frente a él, le lanzó la carne a un lado y retrocedió con cuidado. El lobo al sentirse a salvo se aproximó a la carne y la olfateó con recelo. La sostuvo con sus dientes y se alejó corriendo sin mirar atrás. Y todas las noches volvía y cogía la comida que le arrojaba la horda. Luego empezó a aparecer de día, seguía a los cazadores cuando estos salían de caza a las montañas, y cada vez era más manso. Se acercaba más al fuego y comía de la mano. Pero un día no volvió, y la horda se fue olvidando de él poco a poco.
Seis semanas más tarde, mientras el padre y el hermano de Katrine regresaban de cacería, notaron que algo les seguía, era el lobo. Pero esta vez no iba sólo, le acompañaban dos cachorros. No era macho sino hembra, y los tres animales les acompañaron hasta el campamento y se instalaron cerca convirtiéndose en compañeros habituales. Cuando llegó el invierno, la horda se dispuso para volver a las llanuras, y la loba no parecía tener intención de seguirles, pero sí quería que sus pequeños fuesen con ellos. Los empujaba con insistencia hacia los humanos. Finalmente Katrine decidió llevárselos. Los dos cachorros crecieron con rapidez. Acompañaban a los hombres en las cacerías, incluso participaban en las cazas, ganándose de este modo su manutención. Cuando regresaron a las montañas ese año, ya eran dos lobos adultos, y comenzaron a inquietarse. Los aullidos de los lobos resonaban por todo el valle, y se sentían atraídos por la llamada de la manada. Hacían largas salidas nocturnas, hasta que un día no regresaron.
A partir de ese momento y durante miles de años se sucedieron situaciones similares entre lobos y hombres, hasta que estos perdieron sus instintos salvajes y se dejaron domesticar convirtiéndose en perros. Algunos llegaron a ser tan apreciados que se los enterró ceremonialmente con sus amos.
Capítulo VII: Jasmine
El largo viaje estaba llegando a su fin, el continente europeo estaba repleto de hordas de humanos modernos, y el destino estaba a punto de cumplirse. El gran periodo glacial de Gea que había acompañado a las primeras seis mujeres, dificultando sus vidas en la nueva tierra, terminó brusca y repentinamente. El agua que había estado atrapada en los casquetes polares durante tan largo tiempo, fue liberada por fin y fluyó hacia las cuencas oceánicas, subiendo el nivel de los mares. Los puentes de tierra que antes habían utilizado los humanos para poblar los continentes, sucumbieron bajo el agua, y la línea de costa fue avanzando tierra adentro cada vez más. En pocas décadas, las llanuras costeras antes habitadas fueron inundadas, y todas las hordas que vivían allí tuvieron que evacuar dejando todo atrás. Los que no pudieron reaccionar murieron ahogados. Fue un final trágico tras largos años de frío y escasez.
Con este nuevo amanecer nacía la séptima de las mujeres, Jasmine. Vivió una vida mucho más fácil en un una de las primeras aldeas del hombre, cerca del río Éufrates, en Siria. Su aldea tenía una población de trescientas personas. Habitaban en pequeñas cabañas circulares, parcialmente excavadas en el suelo, con estacas de madera que sostenían un techo de caña y paja. Aprovechaban la migración primaveral de las gacelas persas que venían desde los desiertos de Arabia, y recolectaban bellotas y pistachos en los bosques cercanos.
Los hombres jóvenes seguían a las gacelas colina arriba, y se mantenían comiendo las semillas de las gramíneas silvestres que crecían allí. El hombre de Jasmine no era buen cazador, padecía una debilidad hereditaria en el hombro, y nunca podría mejorar. Pero tenía otras cualidades, inteligencia y curiosidad. Acompañaba a los demás en las cacerías, y se dedicaba a recoger grandes cantidades de semillas de gramíneas en sacos de piel de gacela cosida. Eran comestibles y no estaban mal del todo. Un día se fijó en que las semillas caídas por casualidad en tierra húmeda no tardaban en producir un pequeño brote verde que con el tiempo se convertía en una nueva planta, y decidió intentar cultivarlas. Bajó hacia el río y encontró una parcela de tierra llana cubierta de hierbajos, les prendió fuego, y tras despejar el terreno empuñó un raspador de tierra y trazó diez líneas en el suelo. Puso en cada línea una hilera de semillas y las cubrió con el pie. Los días siguientes llovió, y una semana después había diez hileras de diminutos brotes esforzándose por salir de la tierra. Despejaron más terreno y plantaron más semillas. Siguieron plantando trigo pero también probaron con garbanzos y lentejas silvestres. De este modo ya no dependían de una sola fuente de alimento. Además, si se molía el grano entre dos grandes piedras y se separaban las cascarillas, resultaba una harina mucho más sabrosa.
Año tras año Jasmine y su familia fueron seleccionando las plantas con las cualidades más deseables, y con el tiempo el trigo de la parcela ya no era exactamente igual que las variedades silvestres. Los otros miembros de la aldea y las aldeas vecinas comenzaron a tener parcelas propias, y su número aumentó un año en el que la gacela no apareció y se dieron cuenta de que no podían depender de ella para vivir.
El hombre de Jasmine al ver que su parcela prosperaba dejó la caza y se dedicó a cuidar sus cultivos. Tenían ya cinco hijos, Jasmine tuvo su segundo hijo incluso antes de que el primero quedase completamente destetado. Iban ampliando las parcelas cultivadas poco a poco y había comida suficiente para todos.
En una aldea vecina también habían descubierto la forma de criar cabras salvajes. Durante una cacería habían capturado dos cabritos y se los habían llevado para hacerle compañía a los niños. Cuando estos crecieron en lugar de matarlos los habían atado a una estaca y los habían dejado pastar. Un año después la hembra parió un cabrito. Su número fue incrementando, y cuando la aldea necesitaba carne mataban una cabra.
Estos dos avances se propagaron rápidamente, y cada vez eran más las personas que adoptaban este nuevo modo de vida sedentario. Habían sustituido la caza y la recolección por la cría y el cultivo.
El obsequio que Gea les había prometido era la agricultura, y ésta cambiaría drástica e irreversiblemente sus vidas. Los humanos controlaban cada vez más el paisaje. El bloqueo hormonal de la ovulación durante la lactancia había desaparecido reduciendo de este modo el espaciamiento entre los partos, y su población aumentaba de forma imparable.
Pero este cambio también tuvo consecuencias negativas sobre ellos. La relación entre humanos y animales era tan estrecha que algunos virus animales terminaron por afectarles, y comenzaron a propagarse rápidamente creando grandes epidemias. El sarampión, la tuberculosis y la viruela se contagiaban del ganado vacuno; la gripe y la tos ferina de los cerdos y patos domésticos. También se hicieron vulnerables a las hambrunas. Al depender completamente de unos pocos cultivos y animales, las sequías y las enfermedades tenían un efecto devastador. Pero aún así la población seguía creciendo.
Los descendientes de Jasmine llevaron la idea de la agricultura desde Oriente Medio a Europa en dos grupos. Uno optó por seguir la costa mediterránea hasta España y Portugal, y el otro se expandió por las tierras del norte. En los lugares donde se disponía de suficientes productos marinos como para mantener una población sedentaria y prolífera, la agricultura tardó un poco más en asentarse a gran escala. Pero con el tiempo la idea de la agricultura acabó propagándose por todo el mundo llevando a la humanidad a una nueva era. El viaje de Eva había concluido.
Tras el último periodo glacial la tundra en Europa había retrocedido, y el paisaje se llenó de densos bosques caducifolios, mientras en las colinas y montañas crecían pinos. El corazón de Gea había reverdecido, y con Eva ya a su lado nada podría salir mal. El pacto había sido cumplido hasta el momento y los seres humanos vivían en armonía con su entorno. Era cierto que su población iba en aumento constante, pero eso no tendría por qué ser algo negativo. Se equivocaba por completo. Había confiado demasiado en la raza humana, y este sería su ultimo y gran error.
Cuando el corazón de Gea estaba completamente ocupado, Eva ya se sentía casi como una divinidad. El pacto que ambas habían acordado ya no significaba nada para ella. Veía a su raza fuerte y poderosa y cada vez más numerosa. Su progreso sería imparable, ¿pero a qué precio?. Eso no era importante. Había decidido apoyar a su descendencia a toda costa.
Obviamente los hombres se expandían como una plaga, arrasando todo por su camino. Nada les detenía, ni bosques, ni animales, ni barreras naturales. Todo lo pusieron a su servicio sin piedad. Y poco a poco Gea comenzaba a perder su esplendor.
Se dio cuenta de que había sido traicionada, Eva no había cumplido el trato. Su ignorancia y estupidez no le hacían ver más allá de su ambición. Obcecada por el poder no pensó en las consecuencias a largo plazo. ¿Hasta dónde podría aguantar Gea este maltrato? Se marchitaba poco a poco. ¿Qué harían los hombres con su hábitat destruido? Su inteligencia comenzaba a ser dudosa. ¿Cómo puede una especie errar tanto a propósito, encaminándose hacia su propia destrucción? Es antinatural y absurdo.
Doce mil años después de que la séptima mujer concluyese el viaje de Eva, Gea se encuentra más enferma que nunca. La era de la máquina está acabando con lo poco que queda de ella. Su aire contaminado, sus bosques talados y quemados, sus animales en vías de extinción. Los hombres ocupan masivamente su irreconocible cuerpo, su vientre ha sido masacrado. La raza humana se encuentra dividida con ilógicas barreras en pedazos estúpidos de tierra, y su único afán es matarse los unos a los otros y devastar todo lo demás. La razón ya no tiene ningún significado en este mundo de enfermiza locura.
Pronto Gea les hará pagar a alto precio sus imperdonables errores. Ellos han forzado su venganza. Y todo terminará en el mismo punto donde empezó a corromperse. Una nueva era glacial.
Los casquetes polares se derriten a pasos agigantados y el nivel del mar sube avanzando tierra adentro. Las ciudades costeras desaparecerán bajo las aguas como un testigo del pasado. Las corrientes oceánicas cambiarán y el hielo avanzará inminentemente hacia el sur, arrasando todo por su camino. Los hombres sufrirán la mayor catástrofe de su historia. Su población se reducirá drásticamente. Su colosal imperio se tambaleará desde los cimientes y se derrumbará ante sus incrédulos ojos prepotentes.
Gea quedará finalmente como una tabla rasa, lista para renacer y escribir una nueva historia de la vida, esta vez libre de los errores del pasado. Tan verde como la esperanza y tan libre como siempre.
“Gea la diosa de la cabeza fría, su vientre ardiente y el corazón templado.”
FIN
(Zaragoza, 2005)