Frutas Perdidas
Pensemos la realidad como si fuese un reflejo de un intelecto palpitante. En Solaris, la película del director ruso Andrei Tarkovsky, el océano-cerebro pensante es capaz de materializar los pensamientos de aquellos individuos que están lo suficientemente cerca. Seres con apariencia humana, no hechos de carne y hueso, sino de neutrinos, brotan de los pensamientos y recuerdos de los habitantes de la estación espacial cercana al planeta pensante. El océano-cerebro Solaris es un intelecto que, al palpitar, crea un sinfín de existencias diversas, algunas simples figuras geométricas, otras seres más humanos que los propios humanos.
En las historias mundanas, historias alejadas de oscuros confines galácticos y extraños planetas pensantes, los intelectos palpitantes creadores suelen adoptar otras formas, no la de un océano-cerebro tan grande como un planeta, sino la de seres humanos como tú y como yo. Tenemos por lo tanto el poder de cambiar con nuestro pensamiento el sentido de aquello que existe a nuestro alrededor, al igual que desterramos con nuestro olvido seres, objetos o ideas que forman parte de nuestros mundos.
¿Alguien recuerda una fruta de la infancia que no ha vuelto a probar? De esas que no se compraban ni vendían, que cumplían otras funciones, como alimentar a quienes surcaban los campos salvajes en busca de sustento. Frutas que con el tiempo, al buscar nuestro refugio en las ciudades, comenzaron a formar parte del olvido. Considera que de repente, tras varios lustros, alguien las trajese de vuelta a tu mundo urbano, bajo la forma de un aroma intenso que te activa una sensación de retorno y de pertenencia a algo antiguo. Esta es la historia de la Cermeña, fruta del Cermeñero. A la Cermeña también se la recuerda como Ceremeña, Abubo o Abugo, según las gentes que pronunciaban su nombre. Por ello puede decirse que, independientemente de cómo se las nombre, las cermeñas se ponen distintos disfraces dependiendo del lenguaje y de las tradiciones de cada lugar. Una exploradora y un explorador de las llanuras de Belchite (Aragón, España), en una tierra llamada La Chama, encontraron un pequeño brote al lado de un árbol que daba otra fruta perdida, el Ginjolero, y creyendo que era hijo de este, se lo llevaron a su refugio para darle hogar. Pasaron los años y el brote se hizo árbol, pero parecía estéril, como si hubiese olvidado él mismo su propia naturaleza. Un día los chameros, cansados de ofrecerle cobijo sin obtener más que una pequeña sombra a cambio, le dieron un ultimátum. Habían oído que los árboles estériles debían ser castigados, haciendo colgar pesadas piedras de sus ramas. El árbol, al sentir cerca su fin, explotaba con toda la fuerza de la vida y de nuevo daba frutos exquisitos, los mejores que se puedan imaginar. Ellos, al ver que era muy triste acorralar a la criatura, decidieron hacerlo por medio de la palabra, pues nadie había demostrado todavía que el árbol solo entendiese el lenguaje de las piedras.
Al año siguiente del árbol unas extrañas y diminutas frutas empezaron a brotar.
Parecían cerezas pero sabían a las peras más dulces que puedas probar.
Se comen enteras y explotan en tu boca con intensidad.
La Cermeña es una fruta de primavera, que todo huerto que se precie debe recordar.
Otros árboles los chameros nombraron: Azarollo y Allondero o Latonero,
pero sus frutas aún no han llegado al paladar.